domingo, 9 de octubre de 2011

CAIFANES O EL KARAOKE MASIVO.

Faltan ya pocos minutos para que sean las 7:00 p.m. de este miércoles de octubre, cuando salgo del hotel en el que pernoctaré y busco el acceso más próximo al metro. Es la hora de los andenes y vagones atestados con los que ya dejaron un día más de vida en chambas agotadoras y poco redituables. Entro con grandes dificultades a un vagón del tren que corre desde Tacubaya en dirección a Pantitlán y mi mano comparte con otras cinco el tubo vertical que nos garantice el equilibrio cuando el convoy frene. Mientras el calor atrapado aquí me hace sudar hasta por el más recóndito de mis poros, admiro la capacidad de un chavo para dormitar de pie entre el hacinamiento y me aseguro de que la cartera no escape del bolsillo de mi pantalón. Desciendo en la estación Velódromo y busco la salida hacia ese puente peatonal que te lleva a las inmediaciones del Palacio de los Deportes. Apenas intentas salir de la estación y la compleja mafia de los revendedores te asaltan con el clásico "¿Te sobran o te faltan boletos, amigo?"; más adelante empieza la vendimia de chacharas diversas, con el nombre y los emblemas de la banda que hoy convoca a la multitud.

La compra de souvenirs no está en mi plan de hoy, pues considero que el costo del boleto y la habitación de hotel han sido ya un sacrificio suficiente; además, con una pesada grisura y gran estruendo, el cielo presagia tormenta y será mejor ingresar al Palacio antes que resignarse a pasar el concierto con la ropa empapada. Acelero el paso entre personas y puestos; llama mi atención el hecho de que hasta adolescentes de 15 ó 16 años lleven playeras alusivas a Caifanes. ¿Cómo conocieron ellos a esta banda? ¿Quién les inculcó ese gusto o quién los trajo al concierto de este 5 de octubre: papá, mamá, el hermano mayor...? ¿O sólo es el hecho de que Caifanes es la moda musical retro de este otoño en México?

Yo mismo no he terminado de definir por qué decidí invertirle dinero y tiempo a este concierto. ¿Mera nostalgia? ¿Manso cordero ante el gran negocio de los últimos años montado sobre la "reconciliación" de Saúl Hernández y Alejandro Marcovich? ¿Justo aprecio por una de las bandas más destacadas del nunca consolidado y muy paupérrimo "rock nacional"? Lo cierto es que ya llevo en la mano el boleto que me dará acceso a la última presentación de Caifanes en la ciudad de México, antes de que continúen con una gira nacional que hace apenas un año nadie hubiera concebido o presentido; paso todos los filtros de revisión y a las 7:30 p.m. ya canjeo un billete de 100 pesos por una caguama en vaso en el mezzanine del Palacio de los Rebotes.

Ocupo mi lugar en la sección intermedia; veo como no más de 5 ó 6 metros me separan de los privilegiados de la sección A y me hacen sonreir las forzadas y ridículas distancias que clasifican los boletos en 1500, 1200 y 800 pesos. En el escenario ya todo está dispuesto para que los Caifanes ingresen e inicien su show; afuera llueve y tan sólo una tercera parte de las sillas ya ha sido ocupada. Tendrá que pasar casi una hora y media para que el concierto inicie. Observo a algunos integrantes de la audiencia: su indumentaria acicalada y su actitud bastante fresa no me dan la seguridad de que distingan entre Caifanes y ese vergonzoso engendro de Saúl y Alfonso llamado Jaguares.

Por fin, un poco después de las 9 de la noche, el recinto ya está a su máxima capacidad. Entonces Diego Herrera se planta ante los teclados y ejecuta el preámbulo para la canción con la que los Caifanes abrirán, mientras la multitud aulla y aplaude ante el inminente fin de 15 años de espera. Después de unos 2 minutos, en los que el resto de la banda se posiciona en el escenario, de las guitarras de Marcovich y Saúl salen las primeras notas de "Viento". De aquí en adelante, el Palacio de los Deportes será una inmensa caldera de catarsis y karaoke masivo.

Nunca preocupado por guardar en mi pésima memoria el set list exacto de este concierto, me limito a identificar las canciones que generan los puntos más altos en esta noche cuasi ritual y donde miles de voces de afinación dudosa opacan por completo la de Saúl Hernández: "Perdí mi ojo de venado", "Mátenme porque me muero", "Antes de que nos olviden", "Los dioses ocultos" (la que sin duda genera más adrenalina, aullidos, coros desafinados, saltos y baños de cerveza en toda la noche), "Nubes", "Aquí no es así", "Metamorféame", "Ayer me dijo un ave"... Después de casi dos horas de remembranza, Caifanes simula el clásico cierre de concierto, para después permitir que su público incondicional los haga regresar tres veces al escenario; es entonces cuando "La célula que explota", "Afuera" y "No dejes que..." arrancan los últimos y más viscerales hilachos de voz que quedan en la audiencia. Desde la sección B, yo estoy satisfecho porque los Caifanes ya ejecutaron las cuatro canciones que en ellos considero como grandes logros (y en las cuales el karaoke masivo sólo llega a decibeles medios): "Nos vamos juntos", "Estás dormida", "La vida no es eterna" y "Sombras en tiempos perdidos". Antes de concluir, Saúl presenta a cada miembro de la banda y las fronteras entre lo estrictamente musical y el sentimentalismo se rompen cuando las grandes ovaciones se las llevan Marcovich y Sabo (a quienes el cáncer y un infarto, respectivamente, estuvieron a punto de llevárselos al Mictlán).

Son alrededor de las 12:00 a.m. cuando ya no tiene caso seguir en el Palacio. Salgo al estacionamiento, en busca de algún taxi. Cuando por fin ubico uno y cierro el trato con el chofer, compruebo que fue muy buena decisión evitar la compra de cualquier souvenir (150 pesos por llevarte a un punto que no está a más de 5 kilometros del lugar del concierto). Ya rumbo al hotel, tengo tiempo de preguntarme si un público también es bueno cuando canta en vez de escuchar y si Caifanes realmente fueron y son una banda con calidad y honestidad. En el silencio de la habitación alquilada, concluyo que es injusto que Caifanes cargue todo el tiempo con el saldo negativo de esa malograda camada de bandas llamada "rock mexicano", cuando discos como El Silencio y El nervio del volcán tienen hallazgos estéticos en nada despreciables. Con respecto a los dueños de las gargantas desgarradas, considero que su catarsis fue perfectamente justificable: Caifanes se disolvió demasiado pronto en 1996 y desde entonces ninguna banda del "rockcito nacional" (Hugo García Michel dixit) pudo lograr las dosis exactas de calidad artística e impacto masivo que la banda de Hernández y Marcovich consiguieron en el inicio de los 90's. La gente ahora recibe a Caifanes con una emoción desbordada antes que con la intención de revalorar cuidadosamente su propuesta musical del periodo 1988 - 1994; emoción desbordada que hizo volar las entradas para el Vive Latino 2011 como nunca antes y que agotó los boletos para el Coachella de este año en menos de una semana.

Lo triste es, entonces, que Caifanes viene a cantarnos las glorias de un periodo bien delimitado que hace 15 años expiró. En ningún seguidor sensato de la banda debe agazaparse la ilusión de que pudieran grabar un nuevo disco; por lo tanto, Caifanes es hoy más nostalgia que nuevas propuestas, más homenaje a un pasado con grandes logros que admiración por un presente pleno de creatividad artística... Ojalá que Caifanes termine pronto su gira nacional; ojalá que dentro de poco tiempo, su música sea de nuevo audible y atesorada sólo a partir de un CD o un archivo mp3, preservándola de ser el simple repertorio de una noche de karaoke masivo.

1 comentario:

  1. Tienes muca razón, caifanes se convirtio o mejor dicho lo convirtieron en un grupo de rock fresa, lo que si puedo agregar que la nostalgia vuelve a mi una vez más al recordar este maravilloso grupo que formo o parte de mi historia como estudiante rebelde acompañandome a las "pintas" con los compañeros siempre ante la actitud sana no como los de ahora...

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