domingo, 4 de diciembre de 2011

WALRUS*

*(Texto de José Manuel Aguilera, publicado originalmente en el número 43 de la revista La Mosca en la pared [Editorial Toukan, México, diciembre de 2000].)

A principios de los setenta, algún genio pirata de la publicidad en México decidió usar la sección de chelos de "I am the walrus" en un anuncio del canal 5. Ya no recuerdo qué es lo que anunciaban pero recuerdo los chelos. Esa música poderosa te enfrentaba a emociones de vértigo absolutamente desconocidas. Sólo que en ese entonces yo no sabía que eran chelos ni que era "Walrus" ni mucho menos sospechaba que era una rola de John Lennon. Únicamente sentía la fascinación: había ahí algo denso, majestuoso, casi amenazante.



Los Beatles aún estaban en el aire. Un algo tan universal y sincronizado con la época que uno lo daba por sentado: estaban ahí y era como hablar de Mickey Mouse o de Cri Cri o del futbol. Su música sonaba por todos lados, así que era inevitable oirla e impregnarse de sus melodías, aunque fuera por ósmosis o subconciencia. Entre quienes tomaban partido había un inmenso sector que los idolatraba incondicionalmente, los beatlemaniacos. Otro más reducido y prejuicioso los consideraba medio fresas y putones. Celosos tal vez de la histeria que provocaban en las chavas, argumentaban que era mejor entrarle directamente a los pesados: Black Sabbath, Led Zeppelin, el mismísimo Jimi Hendrix. Me convencieron fácil y gracias a ese prejuicio, me salté la manía.

Después fui redescubriendo a los Beatles gradualmente, al empezar a tocar: todo mundo se sabía alguna de sus rolas y era delicioso sacar "Blackbird" en la guitarra. Regresé "formalmente" a ellos a raíz del asesinato de Lennon. De nuevo estaban por todos lados. Ahora Lennon era San Lennon y su condición de mártir del rock permeaba todas las cosas. Pero por encima del mito estaba la música. Y fue magnífico reconocerla , sumergirme en ella y darme cuenta de que todo lo que me gustaba lo habían inventado estos güeyes (y el mismísimo Hendrix, claro está) muchos años atrás. Ahí estaban los chelos.

La fábula de Lennon es inmensa y seductora, tiene inumerables caras. Mito gigantesco y genial como ninguno, Lennon es el máximo rock-star y por lo tanto el más contradictorio. Un cliché y un paradigma. Por un lado, Lennon el mordaz y sarcástico, el carismático y el revolucionario. El working class hero que hace chistes de la realeza británica en sus propias narices. También está Lennon el solidario y amoroso, capaz de armar la pachequez hippie de Apple Corps con su cómplice McCartney y perder cantidades increibles de dinero, o renunciar a la cima del mundo por seguir a su musa japonesa por sobre todas las cosas.

Debajo de eso está Lennon el cruel, el ojete. El egomaniaco excesivo e incontrolable, el destructor; el resentido contra el abandono de sus padres que abandona a su propio hijo.

Está también el otro cliché, muy en boga en 1980, de McCartney-fresa, Lennon-pesado o McCartney-burgués, Lennon-políticamente correcto. Hay quienes siempre quieren encontrar al bueno y al malo de la película.

Pero nadie puede decir en qué medida Lennon es indisoluble de McCartney y de los Beatles. De qué manera la rivalidad con Paul, la complicidad con todos, incluido por su puesto George Martin (quien a sugerencia de Lennon escribió el famoso arreglo de chelos), determinan también su música. Después de los Beatles, Lennon siguió haciendo rolas chingonas: "Mother", "Love", "Mind games", "I'm losing you". Pero lo cierto es que después de 1970 ya nunca hizo otro "Walrus".

¿Cuál es el verdadero Lennon? Qué importa: todos y ninguno. Su grandeza estriba en que por cada una de esas caras hay una rola que lo justifica. El verdadero Lennon es el Lennon artista, el más genial hacedor de rolas que ha dado el rock. Y en ese sentido su generosidad fue extraordinaria.

Quién sabe si Lennon era revolucionario cuando se vestía de blanco y se tumbaba por días en la cama, frente a las cámaras, a protestar por la paz. Lo cierto es que era revolucionario cuando escribía "Tomorrow never knows".

Y además cantaba bien chingón, como no.


Hace poco me encontraba con una amiga (post-Beatles, debo aclarar) en uno de esos antros del centro que suelen ser la neta por algunos meses. El dj de pronto tuvo la ocurrencia de poner "A day in the life". Le comenté a mi amiga que esa rola me gustaba. Ella puso atención, pareció reconocerla y estuvo de acuerdo: "Sí, está bien chida. ¿Es Radiohead?". "Es un grupo un poco más antiguo", le dije. Pedir otro trago me pareció infinitamente más atractivo que la idea de entrar en cátedra. Pero lo verdaderamente singular es que la rola le gustara por sí misma, sin la connotación del mito. Más aún, que pensara que era una rola nueva. Aunque de hecho lo es. Nueva y vieja al mismo tiempo. Al igual que los chelos de "I am the walrus" que pasaban en el canal 5, "A day in the life" aún tiene la capacidad de seducirte en un bar del año 2000, aunque no sepas quién está tocando: la voz de Lennon, sus insólitos juegos de acordes, sus melodías de cangrejo, sus ideas de arreglos y sus letras, su espíritu mismo, conservan intacto el poder de tocarte.


En el otoño de 1967, los Beatles habían concluído Sgt. Pepper y la trágica noticia de la muerte de Brian Epstein aún flotaba en el aire. ¿Cuánto más podrían estar en la cima antes de iniciar su esplendorosa caída? El "verano del amor" también se desvanecía y en su lugar se dejaban oir noticias de razzias y apañones contra los músicos del brit-pop, entre otras crudezas. Lennon mientras tanto se paseaba por su recién adquirida mansión de Weybridge (excesiva, semivacía, absurda), alejado de todo y aparentemente desconectado del mundo. Lo único que hacía era darle vueltas en la cabeza a la frase rítmica de las sirenas de los carros de policía londinenses, rumiándola por días y días sin hablar con nadie (incluida su familia, que por cierto estaba a punto de tronar también). Intentaba el prodigio de unir esa frase con otras que tenía por ahí, para crear una imponente pieza que sería al mismo tiempo parodia de la psicodelia, canción de protesta y grito desesperado, en el más puro sinsentido a la Lewis Carrol. Y todo esto sobre una de sus endemoniadas secuencias de acordes. Al hacerlo, de nuevo Lennon captaba magistralmente el espíritu de la época y, sin decirlo textualmente, su sensible intuición vaticinaba que el sueño habría de terminar pronto: la amenaza de los chelos era real.

Mi Lennon favorito es el que está escribiendo "Walrus".