Cuando era niño, diciembre me traía un gran entusiasmo. Posadas, villancicos, piñatas, pinos navideños, nacimientos y cenas familiares me parecían lo más cercano a cierta armonía total.
Pero en algún momento descubrí que la armonía que perseguía mi entusiasmo decembrino era una irrealizable utopía promovida por la televisión, las películas y la publicidad.
Ahora sólo me queda reinventar la navidad o soportar nuevamente el desencanto de las reuniones obligadas por la simple costumbre y la lacerante realidad de una billetera vacía.
Apuesto a que terminaré por resignarme a lo segundo.